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Tribuna
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¿Tan mala es la salud de la educación?

El problema crucial de la escuela pública es cómo responder a la diversidad cultural fruto de la inmigración y cómo atender a las clases más pobres en una época de clases medias menguantes

Tan mala es la salud de la educacion

De un tiempo a esta parte proliferan o bien las apologías o bien las enmiendas a la totalidad de nuestro sistema educativo, y parece imposible el aristotélico y sensato término medio. Hay panfletos entusiastas para todos los gustos, impulsados desde el optimismo antropológico rousseauniano, y los hay de un fatalismo nihilista que lo da todo por irremediablemente perdido. Las escasas posiciones intermedias basculan entre el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad, pero están empecinadas en no perder la esperanza y, sobre todo, dar tiempo a las reformas educativas para que puedan corroborar sus aciertos o sus desaciertos.

Ni estamos a las puertas del apocalipsis ni tampoco nuestro sistema educativo, como el mundo de Leibniz, es el mejor de los sistemas posibles. La publicación de un reciente y lúcido libro de Santiago García Tirado, Profesor(x)s. Un emoji, se presta a retomar la reflexión sobre el estado actual de la educación, sin incurrir en el cuñadismo de la solución buena, bonita y barata (siempre parcial, interesada e injusta). Ciertamente, no es fácil saber a quién debemos convocar a este debate, y la lista de invitados varía según sea el sesgo que se quiera imprimir a la reflexión. A veces se convoca a expertos en psicología de la educación y a pedagogos; a veces a los representantes de los intereses de la OCDE (Informe PISA) o de la Fundación Jaume Bofill-La Caixa, pero rara vez a padres inquietos o alarmados por el rumbo que toma la educación de sus hijos o el ambiente que se vive en sus institutos, y nunca a los alumnos para que manifiesten si realmente aprenden.

Lo más sorprendente es que casi nunca se invita a ese debate a los mediadores principales entre el saber y los alumnos: los profesores. Ese es el colectivo indispensable de nuestra sociedad en tanto que árbitros del aprendizaje, injustamente poco respetado y al que se acusa falazmente de tener tres meses de vacaciones y de no pensar en otra cosa que en el final de curso o en la jubilación. A ellos cede la palabra García Pulido y resulta instructivo escucharlos, al menos para no contar solo con discursos maniqueos que van de boca en boca a conveniencia, pocas veces para reconocer sus méritos, casi siempre para responsabilizarlos del naufragio de la educación o de no dar con la solución a todos los problemas de nuestras sociedades complejas y líquidas. Son los protagonistas principales de esa aventura del conocimiento que llamamos escuela y de la responsabilidad de formar a una futura generación de ciudadanos que no solo den respuestas, sino que también sepan formular o reformular preguntas y reconocer que siempre hubo un maestro, un profesor, como protagonista del relato de sus vidas y de su pasión por crear y por ser.

Pero escuchar la voz de los profesores no equivale a considerarlos como los protagonistas absolutos, porque la escuela es una comunidad compleja en continua interacción con un mundo cambiante que reclama la pluralidad de voces: profesorado y alumnado, instituciones y familias. No son los profesores —como sabemos bien quienes lo somos— los únicos que conocemos el “grosor de la apariencia”, como dice García Pintado, y algunos desde luego no tienen ni idea. De los más de 750.000 docentes no universitarios en España, es verdad que hay una mínima parte que ejerce una influencia nociva y tóxica sobre el sistema, y tan solo alza la voz para defender privilegios corporativos. Con la ayuda de los sindicatos y del Gobierno, tras la última regularización masiva de interinos apelando al ignoto mérito de la antigüedad, demasiadas veces narcisistas victimistas denuncian que el sistema nunca les ha dado lo que ellos tampoco nunca han dado al sistema.

Pero la inmensa mayoría del profesorado está fuera de esa espiral autocompasiva y gruñona y, contra lo que García Pintado escribe, los buenos docentes han enseñado siempre contenidos y competencias, un aprendizaje significativo fruto del saber y del saber hacer. Ver los currículos de hoy vacíos de contenido o jibarizados o sin el más mínimo atisbo de pensamiento crítico es incurrir en una falsedad muy común, tanto como la errada sinécdoque de tomar institutos de complejidad máxima como muestra del sistema educativo público. No son pocos los centros en los que se puede enseñar sin problemas; son muchos los alumnos deseosos de aprender.

Lo que sí deberíamos repetir una y otra vez es la defensa del papel que la escuela pública, republicana, ha desempeñado como ascensor social y garantía de la democratización del acceso al conocimiento. Ese fue el motivo de su impulso por ilustrados como Condorcet: garantizar la igualdad de oportunidades independientemente de la clase social. Es uno de los problemas cruciales a los que se enfrenta la escuela pública, muy poco la concertada (y nada, la privada): cómo dar respuesta a la diversidad cultural fruto de la inmigración y atención a las clases más pobres de la sociedad en una época de clases medias menguantes. Es aquí donde hace falta más Estado, el único que puede garantizar esa igualdad de oportunidades y el máximo de felicidad para el máximo de personas posible, repitiendo el apotegma de la ética utilitarista que, muy a menudo, las clases dirigentes y acomodadas olvidan inmoral e imprudentemente. Es indispensable garantizar cuanto antes un porcentaje del PIB muy por encima del 3% de la media actual en el conjunto de comunidades autónomas, y no callar las sospechas sobre los fondos Next Generation y las supuestas innovaciones pedagógicas telemáticas que parecen reflejar más el ánimo de lucro de algunos que la apuesta de futuro por las generaciones del mañana.

¿Y la Universidad, siempre quejosa de que cada generación llega peor preparada que la anterior y sin asumir nunca su propia responsabilidad? ¿No es muchas veces demasiado fácil aprobar un grado de Humanidades? ¿Saben realmente los profesores universitarios cuáles son los contenidos de su especialidad exigidos en secundaria? ¿Se enseña a los futuros graduados a ser también docentes? ¿Somos un buen ejemplo los docentes universitarios si tantas veces primamos la investigación sobre la docencia y entonamos la misma y aberrante cantinela victimista sobre la dureza de nuestra profesión? No olvidemos que a esos alumnos ignorantes y maleducados los educan docentes que han salido de las aulas universitarias. Algo tendremos, pues, que ver en ello, como algo tienen que ver en ello políticas erráticas de la Administración o mecanismos de selección del profesorado sin filtro riguroso alguno.

Nuestro sistema educativo no es malo, pero es evidentemente mejorable. Sin solución alguna absolutoria de todos los males, lo que es seguro del todo es que la propensión nostálgica por un buen pasado, profundamente clasista, tampoco lo es. Es verdad que quizás se haya abusado del nefasto mito conductista de que todos podemos llegar a ser ingenieros frente a fontaneros, y de que está en manos de la escuela y del ambiente que eso sea posible. Pero me parece mucho más estratégico y productivo fomentar una sociedad que valore por igual a ingenieros y fontaneros, todos salidos de la misma escuela, todos pilares necesarios e imprescindibles de nuestra sociedad. Si no activamos el debate transversal sobre las necesidades de la educación, habremos olvidado insensatamente lo que Hannah Arendt entendió muy bien al decir: “La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable”.

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