Ir al contenido
_
_
_
_
Roland Garros
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Alcaraz, hoy se cena en vaso

Alcaraz encarna un relevo generacional en el tenis que va más allá del deporte, entierra el mito del sacrificio con sangre y recuerda que la mayor victoria es ser feliz cuando llegas a casa

Carlos Alcaraz celebra su segundo Roland Garros con los recogepelotas.
Daniel Verdú

La punta de un pie se cuela in extremis en el ascensor que conduce a la tribuna de la Philippe-Chatrier y la puerta vuelve a abrirse de golpe. De repente, con toda su envergadura, aparece el Conde Drácula, o sea, el todopoderoso empresario y ex tenista transilvano, Ion Tiriac. Enorme, grandes gafas con montura dorada, uno de esos bigotes con barba que nunca auguran un carácter afable. El ex campeón de Roland Garros, hoy empresario multimillonario, entra en el cubículo y se dirige a su impresionado interlocutor, quizá tomándole por italiano. “Solo ganará si sirve mejor que el viernes”. ¿Quién? “Sinner, señor, por supuesto”. El italiano, un tenista total, no solo hizo eso a la perfección el domingo. Pero el partido, eso no lo sabía ni siquiera Tiriac en ese momento, se iba a disputar en otro territorio.

La noticia, cinco horas y veintinueve minutos después, la final más larga de Roland Garros y una de las más alucinantes de la historia del tenis, fue el nacimiento de una nueva era después de un cuarto de siglo prodigioso presidido por el big three. Del exterminio por inanición de varias generaciones de tenistas que se acostumbraron a ver las finales de los grandes torneos desde la tribuna. Bendecidos por el recién inaugurado baldosín en la cancha con el nombre de Rafael Nadal, el español más grande en París, Sinner y Alcaraz, abrieron el testamento delante de todo el mundo y leyeron lo que ya sabíamos: la herencia es suya.

Un partido así, la primera final que disputaban, solo podía ganarse sufriendo. O disfrutando del sufrimiento. Salvando primero dos sets a cero. Luego tres puntos de partido seguidos. A golpe de ace en el segundo tie break. “La victoria pertenece al más tenaz”, la frase del aviador Roland Garros, iluminada a esa hora por el sol primaveral de París en una las tribunas de la Philippe Chatrier, antes de que la épica en la pista fuera apagando las luces del día, recordaba el sacrificio y la constancia que exige el deporte de élite. Aunque Alcaraz, como mostraba en el excelente documental A mi manera (Netflix), tenga una visión del asunto algo menos protestante.

Los últimos 15 minutos de la serie son un impresionante repertorio de alegatos a favor del sacrificio, de la necesidad de renunciar a casi todo, a la vida, para lograr ser el número 1. “Si tienes la sensación de que has renunciado demasiado, no lo conseguirás”, sentencia Nadal. Pero son también, en boca de Alcaraz, la ruptura de ese principio encarnado por las historias de hijos, a menudo llevado a límites inhumanos por sus padres, para alcanzar la gloria. Agassi, las Williams, Steffi Graf, Mary Pierce. Un páramo emocional en los recuerdos de infancia.

La actitud de Alcaraz ante el oficio —su manera— es también un retrato generacional sobre la relación con el trabajo, con la propia vida. Una expresión de alegría y vacile, como cuando después de ganar el tercer set, el primero en todo el campeonato que perdía Sinner, el comienzo de la increíble remontada, el murciano se llevó el dedo el oído, como diciendo, qué pasa, no os oigo, vamos a divertirnos. También contra esa vieja idea del sacerdocio como principio fundamental para la victoria. Lo hemos visto en series y libros últimamente. En nuestros empleos. Una movilización general contra esa idea asumida de que el trabajo debe proporcionarnos plenitud, placer, y felicidad sin tener en cuenta lo que ocurre cuando termina la jornada laboral. Y nace también ahora en otros deportistas, como Lamine Yamal, en cuyo tierno ideario solo puede aceptarse el oficio a través de la diversión, dentro y fuera del campo.

Alcaraz, que el domingo no se rindió hasta que comenzaron a entrarle esas dejadas que envenenan la arena cuando aterrizan lentamente, destroza todos esos mitos defendiendo abiertamente la necesidad de divertirse, de salir de noche, de “reventarse” en Ibiza, para poder ser feliz, estar bien con él mismo y rendir luego en la pista. Una manera de entender la vida y el deporte solo consentida antes a los brasileños, pero cada vez más reivindicada por deportistas de élite, conscientes también del peso de la salud mental y de la necesidad de estar en paz y mantener a raya a tus demonios para poder ganar.

Algunos límites, como esta final estratosférica, donde hubo que tirar de cabeza cuando ya no quedaban piernas —Alcaraz sabía que Sinner no había ganado ningún partido de más de cuatro horas—, solo se alcanzan a través de una rivalidad extrema. Ni siquiera el sacrificio total, o la evasión en determinados momentos transportan a nadie hasta ahí. Alcaraz y Sinner, después de un partido imposible de explicar con estadísticas ni inteligencia artificial, se adentran ahora en esa esfera mitológica de los grandes deportistas que se mejoraron compitiendo entre ellos, moviendo las líneas de sus trincheras mentales gracias a la ambición y las virtudes del otro. Messi y Cristiano Ronaldo, Fernando Alonso y Hamilton, Magic Johnson y Larry Bird, Arnold Palmer y Jack Nicklaus…

A Sinner y Alcaraz, además, les empujará los próximos años la molesta comparación con sus predecesores. El murciano ha logrado su quinto Grand Slam a la edad de 22 años, un mes y tres días. Exactamente la misma que tenía Rafael Nadal cuando ganó Wimbledon en 2008, también su quinto Grand Slam. Una profecía más de la que desembarazarse. Aunque sea por la noche, como decía él en el documental, cenando en vaso.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_